Mientras el joven hablaba una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que cuando hubo concluido exclamó, con un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña arrojando chispas de mil colores, ¡Oh ¡ Eso de ningún modo. ¡ Qué locura ¡ ¡Ir ahora al monte por semejante friolera ¡ ¡ Una noche tan oscura, noche de difuntos, y cuajado el camino de lobos ¡ Al decir esa última frase, la recargó de un modo tan especial, que Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga ironía; movido como por un resorte, se puso de pié, se pasó la mano por la frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza, y no en su corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aun inclinada sobre el hogar entreteniéndose en revolver el fuego.! Adiós Beatriz adiós ¡ Hasta pronto…! Alonso, Alonso! Dijo esta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso o aparentó querer, detenerle, el joven había desaparecido. A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa con una radiante expresión de orgullo satisfecho, que coloreó sus mejillas, prestó atento oído a aquel rumor, que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último. Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón, y las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos. Cuando sus servidores llegaron despavoridos a notificarle la muerte entre la maleza del Monte de Animas, la encontraron inmóvil, crispada, asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca, blancos los labios: muerta de horror.
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