viernes, 24 de abril de 2015

Mario Vargas Llosa (Los jefes)


David era  el mismo hombre que aborrecía y admiraba desde niño, pero Leonor, había cambiado, ya no era aquella criatura que se asomaba a las ventanas de la Mugre para arrojar piedras a los indios castigados, sino una mujer alta, de gestos primitivos, y su belleza tenia, como la naturaleza que la rodeaba, algo de brutal. En  sus ojos había aparecido un intenso fulgor. Juan sentía un mareo que empañaba sus ojos, un vacío en el estómago cada vez que asociaba la imagen de aquel que buscaban, al recuerdo de su hermana, y como arcadas de furor. En la  madrugada de ese día, sin embargo cuando vio a Camilo cruzar el descampado que separaba la casa hacienda de las cuadras, para alistar los caballos, había vacilado. -Salgamos sin hacer ruido-, -había dicho David- No conviene que la pequeña se despierte. Estuvo con una extraña sensación de ahogo, como en el punto más alto de la cordillera, mientras bajaba en puntas de pié las gradas de la casa-hacienda, y en  el abandonado camino que flanqueaba  los sembrios; casi no sentía la maraña zumbona de los mosquitos que se arrojaban atrozmente sobre él.

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