lunes, 7 de marzo de 2016

Arturo Perez Reverte (Los enmascarados)

 El enmascarado corpulento era hombre d e pocas palabras. Todavía aguardó rato en silencio, escuchando con atención cómo el de la cabeza redonda explicaba a Diego Alatriste  y al italiano los últimos detalles del asunto. Un par de  veces movió afirmativamente la cabeza, mostrando aprobación a lo que oía. Luego dio media vuelta hasta la puerta.
Quiero poca sangre – le oyeron insistir por últimas vez desde el umbral.
Por los indicios anteriores, el tratamiento, y sobre todo por el gesto de profundo respeto que le dedicó el otro enmascarado, el capitán dedujo que quien acababa de irse eras persona de muy alta condición. Aunque pensaba en ello cuando el de la cabeza redonda apoyó una mano en la mesa y miró a los dos espadachines a través de los agujeros de su careta con atención extrema. Había un brillo nuevo e inquietante en su mirada, como si todavía no estuviese dicho todo. Se instaló entonces un incómodo silencio en la habitación llena de sombras y Alatriste y el italiano se observaron un momento de soslayo, preguntándose sin palabras qué quedaba todavía por saber. Frente a ellos, inmóvil, el enmascarado parecía a guardar algo, o a alguien.
La respuesta llegó al cabo de un momento, cuando un tapiz disimulado en la penumbra del cuarto, entre los estantes de libros, se movió para descubrir una puerta escondida en la pared, y en ella vino a destacarse una silueta oscura y siniestra, que alguien menos templado que Diego Alatriste había tomado por una aparición. El recién llegado dio unos pasos, y la luz del farol sobre las mesa le iluminó el rostro marcando oquedades en sus mejillas afeitadas y hundidas, sobre las que un par de ojos coronados por espesas cejas brillaban febriles. Vestía el hábito religioso negro y blanco de los dominicos, y no iba enmascarado, sino a rostro descubierto: un rostro flaco, ascético, al que los ojos relucientes daban expresión de fanática firmeza. Debía de andar por los cincuenta y tantos años. El cabello gris lo llevaba corto, en forma de casquete alrededor de las sienes con una gran tonsura en la parte superior. Las manos que sacó de las mangas del hábito al entrar en la habitación, eran secas y descarnadas, igual que las de un cadáver.Tenia aspecto de ser heladas como la muerte.

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