martes, 13 de octubre de 2015

Don Quijote.

Don Quijote de la Mancha CAPITULO XXVIII – De todo aquello que un tan rico labrador como mi padre tener y tiene, tenia yo la cuenta, y era la mayordoma y señora, con tanta solicitud mía y con tanto gusto suyo, que buenamente no acertaré a encarecerlo. Los ratos que del día me quedaban, después de haber dado lo que convenía a los mayorales a capataces y otros jornaleros, los entretenía en ejercicios que son a las doncellas tan lícitos como necesarios, como son los que ofrece la aguja y la almohadilla, y la rueca muchas veces; y si alguna, por recrear el ánimo, estos ejercicios dejaba, me acogía al entretenimiento de leer algún libro devoto, o a tocar un harpa, porque la experiencia me mostraba que la música compone los ánimos  descompuestos y alivia los trabajos que nacen del espíritu. Esta, pues, era la vida que yo tenia en casa de mis padres, la cual si tan particularmente he  contado, no ha sido por ostentación, ni por dar a entender que soy rica, sino porque se advierta cuán sin culpa me he venido de aquel buen estado que he dicho al infelice en que ahora me hallo.
Es pues el caso que, pasando mi vida en tantas ocupaciones y en un encerramiento tal, que el de un monasterio pudiera compararse, sin ser vista a mi parecer, de otra persona alguna que de los criados de  casas, porque los días que iba a misa era tan de mañana, y tan acompañada de mi madre y de otras criadas, y yo tan cubierta y recatada, que apenas veían mis ojos más tierra de aquella donde ponía los pies, y, con todo esto, los del amor, o los de la ociosidad, por más decir, a quien los de lince no pueden igualarse, me vieron puesto en la solicitud de Don Fernando, que este es el nombre del hijo menor del duque que os he contado.
No hubo bien nombrado a Don Fernando la que el cuento contaba, cuando a Cardenio se le mudó la color del rostro, y comenzó a trasudar, con tan grande alteración, que el cura y el barbero, que miraron en ello, temieron que le venia aquel accidente de locura que habían oído decir que de cuando en cuando le venia. Más Cardenio no hizo otra cosa que trasudar y  estarse quedo, mirando de hito en hito a la labradora, imaginando quien ella era.

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