miércoles, 28 de octubre de 2015

KHALIL GIBRAN- (La entrada al santuario).

¿Acaso mi espíritu y el de Selma se tocaron aquel día en que nos conocimos, y  aquel anhelo de llegar hasta ella hizo que la considerara la más hermosa mujer bajo el sol? ¿O acaso estaba yo intoxicado con el vino de la juventud, que me hacia imaginar lo que nunca existió?
¿Acaso mi juventud cegó mis ojos naturales y me hizo imaginar el brillo de sus ojos, la dulzura de su baca y la agracia de todo su cuerpo?¿ O acaso fueron ese brillo, esa gracia y esa dulzura, los que abrieron mis ojos y me mostraron la felicidad y la  tristeza del amor?
Difícil es dar respuestas a estas preguntas, pero puedo decir sinceramente que en aquella hora sentí una  emoción que nunca había tenido;  un nuevo cariño que posaba calmadamente en mi corazón, como el espíritu que vagaba sobre las aguas en el momento de la creación del mundo, y también puedo decir que de ese cariño nacieron mi felicidad y mi tristeza. Así terminó la hora de mi primer encuentro con Selma y asi quiso el cielo libertarme de las cadenas de mi solitaria juventud, para permitirme caminar en la procesión del amor.
El amor es la única libertad que existe en el mundo porque eleva tanto al espíritu, que las leyes de la humanidad y los fenómenos naturales no alteran su curso.
Al levantarme de mi asiento para marcharme. Farris  Efendi se acercó a mi y me dijo serenamente: Ahora hijo mio, ya conoces el camino a estas casa, y debes venir a menudo y sentir que acudes a la casa de tu padre. Considérame tu padre y a Selma, tu hermana>> al decir esto, el anciano se  volvió hacia Selma, como si lee pidiera que confirmara aquella declaración. La joven movió la cabeza en señal de asentimiento y me miró como quien vuelve a ver a una persona que se conoce desde hace mucho. Aquellas palabras que pronunció Farris Efendi me colocaron al lado de su hija, en el altar del amor. Fueron palabras de un canto celestial que terminó tristemente, aunque había empezado en la más viva exaltación; elevaron nuestros espíritus al reino de la luz y de la trémula llama; fueron la copa de la que al mismo tiempo bebieron la felicidad y la amargura.
Salí de aquella casa. El anciano me acompañó hasta el borde del jardín, mientras mi corazón se agitiaba como los labios temblorosos de un hombre sediento.

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