miércoles, 11 de noviembre de 2015

José Saramago –


Cuando Cipriano Algor dobló en la última manzana de la población y miró hacia el lugar donde se encuentra la alfarería, vio encenderse la luz exterior, un antiguo farol de caja metálica colgado sobre la puerta de la vivienda, y, aunque no pasase una sola noche sin que lo encendiese, sintió esta vez que el corazón se le reconfortaba y se le serenaba el ánimo, como si la casa estuviese diciéndole, estoy esperándote. Casi impalpables llevadas y traídas al sabor de las ondas invisibles que impelen el aire, unas minúsculas gotas le tocaron la cara, faltará mucho para que el molino de las nubes recomience  a cerner su harina de agua, con toda esta humedad no sé cuando vamos a conseguir que las piezas se sequen. Ya sea por influencia  de la mansedumbre crepuscular o de la breve  visita evocativa al cementerio, o incluso lo que seria una compensación afectiva por su generosidad, al haberle dicho a la mujer de luto que le regalaría un cántaro nuevo, Cipriano Algor, en este momento no piensa en decepciones de no ganar ni en miedos de llegar a perder. En una hora como ésta,  cuando pisas la tierra mojada y tienes tan cerca de la cabeza la primera piel del cielo, no parece posible que te digan cosas tan absurdas como que te vuelvas atrás con la mitad del cargamento o que tu hija te va a dejar solo un día de éstos.

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