lunes, 21 de diciembre de 2015

LEÓN TOLSTOI - La Sonata de Kreutzer.

Después de la reconciliación, creí que esto no volvería a ocurrir. Pero durante el primer mes de nuestra luna de miel, tuvimos un nuevo periodo de saciedad en que no nos necesitábamos, y sobrevino otro disgusto. Me sorprendió más que el primero, y entonces pensé que no había sido casual, si no algo que debía ser y que seria. El segundo me impresionó tanto más cuanto que surgió por una insignificancia, por una cuestión de dinero, que nunca estimé ni hubiera podido escatimar para mi mujer. Recuerdo que presentó la cosa de tal manera que una observación mía sin importancia pareció la expresión de mi deseo de dominarla por medio del dinero, sobre el que yo basaba mis derechos. Fue una discusión inverosímil, estúpida, baja e impropia tanto de ella como de mi. Irritado, le reproché su indelicadeza: ella me replicó y todo empezó de nuevo. Sus palabras así como la  expresión de su rostro y de sus ojos, revelaron de nuevo la misma hostilidad fría que me había sorprendido anteriormente. He tenido discusiones con mi hermano con mis amigos y con mi padre, pero nunca ha habido entre nosotros esa ira venenosa tan especial. Transcurrió algún tiempo, y a nuestro odio recíproco sucedió el estado de enamoramiento, es decir, de sensualidad. Me consolé con la idea de que nuestras dos primeras discusiones se debían a una mala interpretación, y que eso podia repararse. Pero he aquí que sobrevino la tercera y poco después la cuarta. Entonces comprendí que no eran casualidades, sino que así debía ser y que así seria. Me invadió el horror de pensar en lo que me esperaba. Además me atormentaba la terrible idea de que yo era el único que no se entendía con su mujer, que mi vida conyugal no correspondía con la que había esperado, y que a los demás matrimonios no les sucedía eso. Entonces ignoraba que esta es la suerte de todos, pero que cada cual se imagina, como me imaginaba yo, que esa desgracia solo le sucede a él. Cada cual oculta esa desgracia exclusiva y vergonzosa; no solamente de los demás, sino también de si mismo; nadie se atreve a confesársela. Eso empezó a partir de los primeros días de nuestro matrimonio y continuó intensificándose cada vez más. Durante las primeras semanas sentí en el fondo de mi alma que había caído en una trampa, que todo era distinto de lo que había esperado y que el matrimonio no proporciona la felicidad, sino algo muy penoso. Pero lo mismo que los demás no quería reconocerlo (si lo hago ahora es porque ha llegado el fin), y no solo se lo ocultaba a la gente, sino a mi mismo. A veces surgían palabras explicaciones e incluso lágrimas, pero otras… Me es penoso recordarlo. Después de las palabras más duras por ambas partes, súbitamente  aparecían miradas silenciosas, besos y abrazos. ¿Como es posible que no me diera cuenta entonces?

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