sábado, 27 de febrero de 2016

HEINRICH BOLL (El pan de los años mozos)

 Después cuando pasó el recibo con las horas de trabajo y los kilómetros recorridos, no suelen examinarlo muy a fondo, subo tranquilo a mi coche y ,e dirijo al siguiente domicilio alarmado.
Doce horas de trabajo, domingos incluidos, y, de vez en cuando una cita con Wolf Ulloa en el café Joos; los domingos, misa vespertina, a la que casi siempre llegaba tarde, y luego observaba con temor los movimientos del sacerdote, para saber si había empezado el ofertorio, un suspiro de alivio, si aún no lo había empezado, y luego me dejaba caer cansado en cualquier banco, a veces dormitando y  sin despabilarme totalmente hasta que los acólitos tocaban la campanilla para la Consagración. Había momentos en que me odiaba a mi mismo, mi trabajo, mis manos.
Estaba cansado, ese lunes por la mañana. Aún tenía seis llamadas del domingo pendientes. Oí  que mi patrona atendía al teléfono en el rellano y decía.
Si, le pasaré el encargo.
Me senté en las cama, fumé y pensé en mi padre.
Lo veía por la noche, recorriendo la ciudad para llevar la cartas al ferrocarril que pasaba por Knochra a las diez. Lo veía pasar por la plaza de la iglesia, frente a la casa de los Muller, por la estrecha avenida de árboles raquíticos; después para acortar el camino, abría el gran portal del gimnasio cruzaba el oscuro acceso al patio de la escuela, miraba hacia lo alto, hacia la fachada trasera, pintada de amarillo, para ver su clase de penúltimo curso, seguía junto al árbol del centro del patio, que apestaba a la orina del perro del portero; luego veía a mi padre abrir el pequeño portal, que cada mañana permanecía abierto desde las ocho  menos cinco hasta las ocho para que entraran los alumnos que llegaban en tren y que, procedentes de la estación, situada enfrente, irrumpían en tromba mientras el portero permanecía junto al portal.

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