Por las mágicas artes de un hechicero, la compraventa del tiempo era posible, con un interés módico. Si, en una casa apartada, de noche, los años se compraban y se vendían como en la tienda los tomates.
La noticia se extendió rápidamente en la comarca: luego cundió de fronteras afuera. Era inaudito; quien quería vender años suyos los vendía; quien quería comprarlos los compraba. Solo tenían que estar los dos presentes, vendedor y comprador, con el Mago, que realizaba la operación en un instante, sin grandes complicaciones.
Don Ruperto de mediana edad, se había dejado en bares y tabernas del pueblo la dignidad y su dinero. no le quedaban más que figura y el “don”, como otra burla a su persona. A todas horas se le veía, ojos saltones y vidriosos, gesticulando y dando gritos, como el más importante de los contertulios. Don Ruperto entonces, con aire de gran señor, sacaba a relucir a sus antepasados para cubrir las miserias de su presente.
Uno de estos días, don Ruperto fue requerido de malos modos por el tabernero de turno, para que le abonase la cuenta que le adeudaba. Iba cabizbajo preocupado y meditabundo, cuando tropezó con un señor de edad podrida de puro madura, pero de formas corteses y elegantes. Le dijo- soy director de Pompas fúnebres. Todo enlutado, venia a proponerle un negocio. Yo estoy falto de salud, y sobrado de años. Usted goza de buena salud y los años no le agobian. Don Ruperto no acababa de comprender , no sabia donde iba a parar con aquellas faltas y sobras, pero no le asustó y se atusó el bigote. A la vuelta don Ruperto llevaba unos años más y don Cayo era menos callo.
De don Ruperto nadie se acordó más, que fue a perderse en el horizonte como un meteorito.
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