domingo, 24 de mayo de 2015

GUSTAVO ADOLFO BECQUER (EL CRISTO DE LA CALAVERA) -leyenda toledana-

Ambos habían nacido en Toledo; juntos habían hecho sus primeras armas, y ene un mismo día, al encontrarse sus ojos con los de doña Inés, se sintieron poseídos  de un secreto  y ardiente amor por ella, amor que germinó algún tiempo retraído y silencioso, pero que al cabo comenzaba a descubrirse  y a dar involuntarias señales de existencia en sus acciones y discurso.
En los  torneos de  Zocodover; en los juegos florales de la corte, siempre que se les había presentado coyuntura para realizar entre si en gallardía o donaire, se habían aprovechado con afán ambos caballeros, ansiosos de distinguirse a los ojos de su dama; y aquella noche, impelidos, sin duda, por un mismo afán, trocando los hierros por las plumas y las mallas por los brocados y la seda, de pié junto al sitial donde ella se reclinó un instante después de haber dado una vuelta por los salones, comenzaron una elegante lucha de frases enamoradas e ingeniosas, epigramas embozados y agudos- Los astros menores de esta brillante constelación, formando un dorado semicírculo en torno de ambos galanes, reían y esforzaban las delicadas burlas; y la hermosa objeto de aquel torneo de palabras aprobaba  con una imperceptible sonrisa los conceptos escogidos o llenos de atención que hora salían de los labios de sus adoradores como una ligera onda de perfume  que halagaba su vanidad, ora partían como una saeta aguda que iba a buscar; para clavarse en el, el  punto más  vulnerable del contrario su amor propio.
Ya el vulnerable combate de ingenio y galanura comenzaba a hacerse de cada vez más crudo, las frases eran aun cortesanas en la  forma, pero breves, secas, y al pronunciarlas, si bien las acompañaban una ligera dilatación de los labios, semejante a una sonrisa, los ligeros relámpagos de los ojos imposibles de ocultar, demostraba que la cólera hervía en el seno de ambos rivales.

La situación era insoportable. La dama lo comprendió así, y  levantándose del sitial se disponía a volver a los salones, cuando un nuevo incidente vino a romper la valla del respetuoso comedimiento en que se contenían los dos jóvenes enamorados. Tal vez con intención, acaso por descuido, doña Inés había dejado sobre su falda uno de los perfumados guantes, cuyos botones de oro se entretenía en arrancar uno a uno mientras duró la conversación. Al ponerse de pié, el guante resbaló por entre los anchos pliegues de seda y cayó en la alfombra. Al verlo caer; todos los caballeros que formaban su brillante comitiva se inclinaron presurosos a recogerlo, disputándose el honor de alcanzar un leve movimiento de cabeza en premio de su galantería.

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