Recordaba también el poeta los eclipses y los caprichos rotatorios del tal astro, esplendoroso y frío, que deja en insondable noche todo el porvenir, solo alumbra una reducida parte del presente y reserva sus cascadas de luz infecunda para las inmóviles llanuras del pasado, para los polvorientos campos de la historia. Llenos de ruinas y silenciosos como un cementerio. Montalbo no estaba seguro de los que podría encontrar más allá de la muerte; no tenia siquiera la certeza de encontrar algo, fuese lo que fuese; pero los vivos consideraban la gloria, el sol de los muertos, como algo de indiscutible realidad, y el se apoyaba en tal afirmación para imaginarse cómo seria su existencia de ultratumba. Su cuerpo iría pulverizándose mientras los hombres todavía vivos repetían su nombre y se los pasaban a otros hombres, como un depósito antes de morir a su vez. Y éle peor todo recreo- si es que continuaba existiendo después de la muerte-, contemplaría como brillaba sobre su fosa aquel resplandor, crudo y glaciar, de luz química.
Como el grande hombre empezaba ya a sentirse viejo, repelía estremecido estas evocaciones de su imaginación.¿ Para que ocuparse en vida de la inmortalidad literaria, que es la más azarosa de las loterías? … El sol de la gloria iluminaba caprichosamente la tumba de muchos hombres a los que nunca calentó mientras vivieron. En cambio como una mujer veleidosa, envolvía en el cono de sombra pendiente de su espalda a otros que acarició mientras existían. Proyectaba su resplandor sobre unos pocos con tal generosidad que iluminaba a la vez sus personas y sus obras.
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